Nadie parecía
dispuesto a contradecirlo porque Wong esmeradamente aparecía con
el café y Ronald, encogiéndose de hombros, había soltado a los Waring’s
Pennsylvanians y desde un chirriar terrible llegaba el tema que encantaba a
Oliveira, una trompeta anónima y después el piano, todo entre un humo de
fonógrafo viejo y pésima grabación, de orquesta barata y como anterior al jazz, al
fin y al cabo de esos viejos discos, de los show boats y de las noches de Storyville
había nacido la única música universal del siglo, algo que acercaba a los hombres
más y mejor que el esperanto, la Unesco o las aerolíneas, una música bastante
primitiva para alcanzar universalidad y bastante buena para hacer su propia
historia, con cismas, renuncias y herejías, su charleston, su black bottom, su shimmy, su
foxtrot, su stomp, sus blues, para admitir las clasificaciones y las etiquetas, el
estilo esto y aquello, el swing, el bebop, el cool, ir y volver del romanticismo y
el clasicismo, hot y jazz cerebral, una música-hombre, una música con
historia a diferencia de la estúpida música animal de baile, la polka, el vals, la
zamba, una música que permitía reconocerse y estimarse en Copenhague
como en Mendoza o en Ciudad del Cabo, que acercaba a los adolescentes
con sus discos bajo el brazo, que les daba nombres y melodías como cifras para
reconocerse y adentrarse y sentirse menos solos rodeados de jefes de oficina,
familias y amores infinitamente amargos, una música que permitía todas las
imaginaciones y los gustos, la colección de afónicos 78 con Freddie Keppard o Bunk Johnson,
la exclusividad reaccionaria del Dixieland, la especialización académica en
Bix Beiderbecke o el salto a la gran aventura de Thelonius Monk, Horace Silver
o Thad Jones, la cursilería de Erroll Garner o Art Tatum, los arrepentimientos
y las abjuraciones, la predilección por los pequeños conjuntos, las
misteriosas grabaciones con seudónimos y denominaciones impuestas por marcas de
discos o caprichos del momento, y toda esa francmasonería de sábado por la noche
en la pieza del estudiante o en el sótano de la peña, con muchachas que prefieren bailar mientras escuchan Star Dust o When your man is going to put you
down,
y huelen despacio y dulcemente a perfume y a piel y a calor, se dejan besar cuando
es tarde y alguien ha puesto The blues with a feeling y casi no se baila,
solamente se está de pie, balanceándose, y todo es turbio y sucio y canalla y cada hombre
quisiera arrancar esos corpiños tibios mientras las manos acarician una
espalda y las muchachas tienen la boca entreabierta y se van dando al miedo
delicioso y a la noche, entonces sube una trompeta poseyéndolas por todos los
hombres, tomándolas con una sola frase caliente que las deja caer como una planta
cortada entre los brazos de los compañeros, y hay una inmóvil carrera, un
salto al aire de la noche, sobre la ciudad, hasta que un piano minucioso las
devuelve a sí mismas, exhaustas y reconciliadas y todavía vírgenes hasta el
sábado siguiente, todo eso en una música que espanta a los cogotes de platea, a los
que creen que nada es de verdad si no hay programas impresos y acomodadores,
y así va el mundo y el jazz es como un pájaro que migra o emigra o inmigra o
transmigra, saltabarreras, burlaaduanas, algo que corre y se difunde y esta noche
en Viena está cantando Ella Fitzgerald mientras en París Kenny Clarke
inaugura una cave y en Perpignan brincan los dedos de Oscar Peterson, y Satchmo por
todas partes con el don de ubicuidad que le ha prestado el Señor, en Birmingham, en
Varsovia, en Milán, en Buenos Aires, en Ginebra, en el mundo entero, es
inevitable, es la lluvia y el pan y la sal, algo absolutamente indiferente a los ritos
nacionales, a las tradiciones inviolables, al idioma y al folklore: una nube sin
fronteras, un espía del aire y del agua, una forma arquetípica, algo de antes, de
abajo, que reconcilia mexicanos con noruegos y rusos y españoles, los reincorpora al
oscuro fuego central olvidado, torpe y mal y precariamente los devuelve a un
origen traicionado, les señala que quizá había otros caminos y que el que tomaron
no era el único y no era el mejor, o que quizás había otros caminos, y que
el que tomaron era el mejor, pero que quizá había otros caminos dulces de
caminar y que no los tomaron, o los tomaron a medias, y que un hombre es
siempre más que un hombre y siempre menos que un hombre, más que un hombre
porque encierra eso que el jazz alude y soslaya y hasta anticipa, y menos que un
hombre porque de esa libertad ha hecho un juego estético o moral, un tablero de
ajedrez donde se reserva ser el alfil o el caballo, una definición de libertad que
se enseña en las escuelas, precisamente en las escuelas donde jamás se ha enseñado
y jamás se enseñará a los niños el primer compás de un ragtime y la primera frase
de un blues, etcétera, etcétera.
I could sit right here and think a thousand miles
away,
I could sit right here and think a thousand miles
away,
Since I had the blues this bad, I can’t remember the
day...
Julio Cortazar
Rayuela, Capítulo 17